Columna de Opinión
DE DIFUSIÓN INMEDIATA
Agosto 12, 2002
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Texas sin firmeza en el financiamiento a la educación pública
por Royce West

Por más de una década se ha oído el eco del diálogo sobre la financiación escolar pública. Tal debate ya no se da como cortina de fondo. Se expresa ahora en el frente y centro, y el murmullo se ha convertido en rugido.

En 1993, mi primera sesión en la Legislatura, los legisladores estatales aprobaron el actual sistema de financiar la educación pública en Texas. Pero el sistema, que sus críticos apoderaron de manera infame “Plan Robin Hood”, nunca ganó la aceptación general.

Después de cuatro juicios, todos precedidos por intentos legislativos de encontrar una solución, Texas está –para todo propósito práctico—exactamente donde empezó. Como antes, los demandantes sostienen que el plan con que Texas financia la educación pública viola la constitución de nuestro estado. Debe idearse un plan que se adapte a los preceptos constitucionales y que distribuya los fondos equitativamente, de manera de cerrar la abismal brecha que hoy existe entre los distritos escolares ricos en propiedades y aquellos pobres en propiedades.

De la misma manera que Texas no tiene hoy un impuesto estatal a los ingresos, nuestra constitución tampoco permite al estado recaudar impuestos a la propiedad. Bajo el actual sistema de financiamiento a la escolaridad pública en Texas, los fondos estatales equivalen al 44 por ciento del total destinado al mantenimiento y operación de las escuelas. El resto viene de impuestos locales a la propiedad, con un pequeño porcentaje en dólares federales.

El sistema parece bien cuando los distritos locales pueden cubrir no sólo el nivel de programas de estudios requerido por el estado sino también proveer oportunidades extras de enriquecimiento. El problema surge cuando un distrito escolar pequeño o pobre en propiedades y con una infraestructura impositiva insuficiente lucha por tratar de cumplir con los requisitos educativos más básicos de Texas, como el número de alumnos máximo de una clase por ejemplo.

Las actuales leyes de Texas proveen un mecanismo de financiamiento a la educación pública en tres niveles. Todas las escuelas son financiadas al primer nivel. Estos fondos se dedican a mantenimiento y operación. En el Nivel 2, se consideran los ingresos por alumno del distrito. Para aquellos que no llegan al estándar más alto, el estado provee el resto en la equivalencia. A aquellos distritos cuyos ingresos exceden el tope del Nivel 2 se les pide compartir su riqueza por medio de una de las cinco opciones de recobre que el plan permite. Muchos distritos ricos en propiedades han elegido la opción de devolver fondos a la fundación estatal del programa escolar. Otros han optado por asistir directamente con fondos a los distritos pobres en propiedades. Los distritos escolares no están obligados a compartir los ingresos del Nivel 3, que se destinan a instalaciones y servicio de deudas.

El problema surge cuando muchos de los distritos escolares –todos los cuales operan ahora bajo las decisiones Edgewood I, II, III y IV de la Suprema Corte de Texas—llegan o se acercan rápidamente a la cantidad máxima que pueden cobrar en impuestos a sus residentes con el objeto de generar ingresos. La situación se agrava con las proyecciones demográficas que indican que en los próximos cinco a 10 años se espera que otros 75.000 estudiantes por año se sumen a las aulas de Texas.

El cuadro es claro y la imagen es alarmante. Nosotros, como estado, estamos quedándonos sin los recursos necesarios para proveer una educación de calidad a nuestro bien más importante, nuestra próxima y futuras generaciones de tejanos.

¿Qué se puede hacer? ¿Qué se debe hacer? Ahora mismo, el Comité Selecto Conjunto de Financiación Escolar Pública está inmerso en la tarea de encontrar soluciones a nuestro dilema financiero. Ese panel, en el que sirvo, está compuesto de legisladores de la Cámara de Representantes y el Senado de Texas, y miembros públicos.

Lo que debe hacerse es que Texas debe de alguna manera generar una nueva corriente de ingresos para poder costear adecuadamente sus necesidades educativas. Con tal fin se han recibido varios planes en la mesa de discusión. Uno crearía un opcional impuesto estatal a los ingresos, donde la persona podría pagar voluntariamente y recibir consecuentemente alguna forma de descuento en los impuestos de venta que paga.

Otro plan permitiría un instrumento que muchos cuerpos de gobierno condal usarían con gusto. Consiste en permitir a distritos locales de tasación el usar una evaluación más actualizada y precisa del inventario impositivo. Las municipalidades, en algunos casos, tampoco tienen la capacidad de obligar al pago al contribuyente.

En abril pasado, el Vicegobernador de Texas Bill Ratliff presentó su plan para financiar la escolaridad pública. El propuso la eliminación de los impuestos locales a la propiedad, suplantándolos por una evaluación estatal de impuestos a la propiedad.

Aunque muchos en el estado criticaron las limitaciones percibidas, yo me guardo de juzgarlo hasta que todos los planes estén sobre la mesa y se determinen los méritos de cada uno.

Y, por supuesto, aún se perfila el fantasma del impuesto estatal a los ingresos. Aunque no diré que estoy apoyando este cambio radical en las leyes constitucionales de Texas, el tema ya no puede simplemente ignorarse. Su discusión también encontrará público en los pasillos de la Legislatura.

Sería un descuido de mi parte no mencionar las ramificaciones de la reciente decisión de la Suprema Corte de EEUU en cuanto a los bonos o vouchers escolares. Vuelve a encender un tema que se pensaba exitosamente diluído al término de la Sesión Legislativa de 1999 --su mayor proponente no involucrado ya directamente a nivel estatal.

Repetiré ahora lo que dije entonces. Con lo que sabemos sobre la naturaleza del financiamiento a la escolaridad pública en Texas, es mejor mantener el argumento pro vouchers lejos del debate, más lejos que la distancia entre Dalhart y Brownsville. Texas no debería ni pensar en reducir los dólares de la educación pública cuando el sistema está, en efecto, en gran necesidad de un salvamento monetario.

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